Noticias Relacionadas
Por Alberto Ramos
En Tótem, su directora Lila Avilés entrega una visión resueltamente optimista sobre el misterio de la muerte. Su segundo largometraje de ficción es una pieza coral que involucra a la totalidad de una familia mexicana de clase media que, junto a un grupo de amigos cercanos, se congrega en torno a uno de sus miembros, Tonatiuh, enfermo terminal de cáncer, y convierte su fiesta de cumpleaños en una gozosa y conmovedora despedida.
Como en todo filme coral, la narración tiende a lo episódico, compartida entre varios personajes cuyas microhistorias estructuran el relato. Acá el hilo conductor es Sol, una niña de siete años, hija de Tonatiuh, o Tona, como lo llaman sus allegados. Al comienzo, su madre Lucía la deja en casa de los abuelos paternos, donde tras una larga separación tendrá lugar su anhelado reencuentro con el padre. Sol aspira únicamente a reunirse con él, pues cree que ello es suficiente para salvarlo de la enfermedad que los ha alejado. De ahí que poco antes ofrezca un pequeño sacrificio: contener la respiración mientras pide un deseo en silencio. Como si suprimir ese reflejo involuntario (que fisiológicamente equivale a “morir” por un instante) hiciera posible, a costa de su propia vida, el milagro de resucitar al otro.
Una vez en casa, la mirada de Sol va trazando el camino hasta el padre. En medio del frenesí de los preparativos, su recorrido la llevará por cuartos, jardines, salones y pasillos en busca de Tona. La familia está al borde de la ruina, pero aun así no escatima esfuerzos para regalar al enfermo, siquiera por un breve tiempo, un poco de felicidad. Sol pregunta una y otra vez: “¿Puedo ver a mi papá?” y, tras cada negativa, sigue imperturbable su camino. Esther, la prima más pequeña, es la viva estampa de esa vocación inquisitiva propia de la infancia (rayana en la impertinencia, pero que por igual sorprende y divierte). Las tías, Nuri y Alejandra, discuten todo el tiempo por cualquier nimiedad, pero al final olvidan sus diferencias y asumen la carga más pesada, organizar el homenaje. Cruz es la amorosa mucama que atiende a Tona, su madre sustituta, cuyo propio nombre remite a la cruz que sostiene al joven en su agonía. Roberto, el abuelo de Sol, observa a los demás en sus trajines y ocasionalmente deja caer algún comentario, haciéndose oír a través de un laringófono. Todo indica que ha sobrevivido a un cáncer, a diferencia de la abuela, fallecida tiempo atrás, en lo que aparenta ser un destino fatalmente compartido cuya próxima víctima será Tona. A pesar de su talante huraño, motivado quizá por la dependencia del laringófono (en un pasaje, Sol y Esther juegan inocentemente con el aparato, hasta que él las regaña, visiblemente molesto), el anciano no oculta su cercanía con el drama que acontece. Y cuando llega el momento de entregar los regalos a Tona, el suyo es un bonsái cuya creación le ha tomado ocho años. Al hacerlo, no solo hace referencia al simbolismo que asocia al árbol con la eternidad; también entrega un mensaje esperanzador, el de la tenacidad humana enfrentada al curso natural de la vida.
La idea de conjurar la muerte sobrevuela a lo largo del relato. En esa línea está la sesión de terapia cuántica con que el tío Napo intenta energizar a Tona. Y los ejercicios, lecturas de autoayuda y remedios de Cruz. Al comienzo, por lo demás, una curandera es convocada a fin de purificar la casa de lo que diagnostica como “malas vibraciones”. Pero detrás de sus ridículas maniobras lo que hay es pura charlatanería, impostación de una práctica ancestral con fines comerciales. En el otro extremo, la decisión de suspender la quimioterapia y cualquier otro tratamiento, respetando la voluntad de Tona, y celebrar en cambio su cumpleaños, desemboca en un auténtico ritual de sanación, entendido en su dimensión emocional y espiritual. Sol encarna desde el inicio esa visión holística de la existencia, tan propia de la cultura mexicana, donde vida y muerte se entrelazan en un continuo infinito. Y de la que hace parte su fascinación por los animales (libélulas, cotorras, caracoles) que descubre en el jardín, expresiones de una vida siempre renovada, inagotable. Más adelante, cuando tiene lugar el encuentro entre Tona, Lucía y Sol, los regalos que intercambian participan de esa afinidad por el mundo natural. Él, que es pintor, obsequia a Sol un cuadro poblado de animales (búhos, serpientes, colibríes). Lucía, por su parte, entrega a Tona una matraca con semillas de tamarindo, con las cuales dibujan figuras en el suelo: una playa, el horizonte, nubes…, alusiones inconscientes a un ideal humano de trascendencia.
Asimismo, las palabras de elogio de los amigos de Tona acuden a motivos de la mitología mexica y náhuatl. Para comenzar, Tona es el dios del Sol en dichas cosmogonías, lo que añade una nueva dimensión a la relación padre-hija. Es así como en uno de los brindis se evocan dos soles que dialogan: el que brilla, y no teme a la muerte, enfrentado al sol del inframundo. Y en otro momento, al mencionar el calendario ritual mesoamericano, se habla de un sol que renace, de su regreso en un tiempo circular que describe una espiral ascendente, de la muerte como mero tránsito, de la omnipresencia de la vida a la que nada escapa, y que en los nombres de Tona (“el que da luz y calor”) y Sol identifica una misma instancia que se renueva infinitamente bajo formas diversas. Ello queda resumido, más adelante, en la imagen de un globo que se eleva, llevando fuego en su interior, y que luego cae a tierra incendiado. Y de nuevo en la secuencia en que, irguiéndose sobre los hombros de Lucía y envuelta en una larga túnica roja, en una composición que remite a los tótems de las antiguas civilizaciones, Sol canta el aria Spargi d’amaro pianto, de Lucia Di Lammermoor. En una obvia referencia a la tragedia familiar, Sol se ha transfigurado en la Lucía de Donizetti y pide al padre amado que viva. Madre e hija se funden en una amorosa Lucía, sublime y sobrehumana, para celebrar el regreso del padre y esposo. La familia es el tótem, el símbolo sagrado que los une e identifica en la alegría y la adversidad. Al final, a la luz de las velas, Sol pide un deseo en nombre de esa familia, sellando un reencuentro que es a su vez bienvenida y adiós, el mismo deseo que los ha congregado alrededor de Tona. Al jolgorio de la fiesta en la noche seguirá el silencio de un cuarto vacío, donde una suave luz impulsada por la brisa a través de la ventana sugiere delicadamente una presencia que sigue acompañándolos más allá de la muerte.