Por Alberto Ramos

(La Habana, 21 de marzo de 2022). Arthur Rambo (Laurent Cantet, Francia) comienza con una entrevista televisiva a Karim D., joven escritor francés de ascendencia argelina, a propósito del lanzamiento de su nuevo libro. Para muchos se trata de su consagración definitiva, y los mensajes de admiración y agradecimiento en las redes sociales, que desfilan fugazmente por la pantalla, dan cuenta de ello. Karim, sin embargo, no es solo el intelectual carismático y elegante que reivindica un lugar para la emigración argelina más allá de los estereotipos negativos anclados en el tumultuoso pasado colonial de un país africano; como en la famosa novela de Stevenson, el joven alberga también un lado oscuro. Su Mr. Hyde habita precisamente en las redes sociales, donde se hace llamar Arthur Rambo, aludiendo a esa doble naturaleza en que el refinamiento poético (Rimbaud) convive con la fuerza bruta sublimada hasta el heroísmo por el cine de Hollywood (Rambo).

Y es justo al comienzo del filme, cuando Karim disfruta de su ascenso al olimpo de las jóvenes promesas literarias del país, que un paso en falso de su siniestro alter ego precipita la caída en desgracia del joven. En un acto irresponsable cuyas raíces, al menos en parte, pueden ubicarse en esa dudosa filosofía (“a más audiencia, más éxito”) promovida por las redes sociales, Karim publica unos tweets donde carga contra negros, judíos y otras minorías con una obcecación y crueldad más propias de un ultraderechista resentido y cavernícola que de un espíritu ilustrado como el suyo. Lo que narra el filme es la caída en desgracia de un ídolo de nuestra época hiperinformatizada, a quien la sociedad en pleno condena al ostracismo, volviéndole la espalda de la noche a la mañana. Y acá sociedad quiere decir todos: madre, hermano, amante, editores, amigos, y ese largo etcétera presa de la indignación que vocifera en las redes.

Alguien aventuró en una entrevista a Cantet que el filme está construido a la manera de un viacrucis, pero Karim está muy lejos de ser considerado un mártir, mucho menos una figura redentora. El gran dilema que esboza la película es ético. Se trata de su responsabilidad, no solo como figura pública, sino simplemente como ser humano, ante el fenómeno comunicacional que representan Internet y las plataformas digitales interactivas asociadas a la red de redes. En esta, los discursos de odio suelen ser descalificados por default (como debieran serlo en cualquier otro medio, sea analógico o digital), pero acá la interactividad que permiten las nuevas tecnologías otorga una mayor inmediatez al abrumador rechazo que suscitan los comentarios del joven entre los usuarios.

A Karim puede tildársele de muchas maneras: engreído, inmaduro, provocador... Ninguna de ellas justifica su conducta, como mismo valdría la pena apuntar que el fulminante repudio de muchos allegados y seguidores oculta, en más de un caso, otras razones que desbordan la tolerancia cero a una expresión de odio. Baste recordar la hipocresía de sus editores, que se desentienden sin más del joven para poner a salvo su prestigio. Hay quienes, sin embargo, recriminan a Karim con sinceridad, esforzándose por entender lo sucedido. Uno de ellos es su hermano

menor Farid, que en una electrizante demostración de madurez política expone con argumentos irrebatibles cuánto daño hacen a su comunidad, la misma que Karim acaba de ensalzar en su libro, las expresiones que ha posteado en la red. Otro caso es una escritora a la que el joven, en su desconsolado periplo, visita en su casa al anochecer. Ella es la única que rehúsa condenarlo, y sabiamente lo anima a adoptar otra perspectiva, a considerar lo que le ha sucedido como un aprendizaje, una lección, un capítulo de su bildungsroman personal. Es un diálogo breve, matizado por un par de gestos ordinarios con los que busca rebajar la tensión que transparenta el joven. Su ternura, casi maternal, deja entrever una disposición al diálogo que el resto de los personajes, incluida la desconcertada madre de Karim, son incapaces de adoptar.

Aun cuando solo parezca una frase de rigor, cabría afirmar que Arthur Rambo es un filme "necesario", cuya aparición era lógico esperar dada la creciente influencia que vienen cobrando Internet y las redes en nuestra vida cotidiana. Su factura, apoyada en ese realismo austero, tan típico del cine de vocación humanista cultivado entre otros por Cantet, contribuye en buena medida a concentrar la atención en los intercambios verbales, piedra angular de su dramaturgia. Esto sin que su realizador se abstenga, por demás, de marcar con su cámara la variedad de espacios en que se desplaza la narración, que sumados conforman una muestra significativa de la escena social francesa contemporánea.

Ali & Ava (Clio Barnard, UK) guarda pocas afinidades con Arthur Rambo; más bien son las notorias diferencias entre ambos filmes las que saltan a la vista, dejando en todo caso una nota mucho más inspiradora a favor del primero. La película de Barnard sigue a una pareja protagonista; se enfoca en una comunidad real, con la familia en primer plano; Internet, la telefonía celular y las redes sociales carecen de relevancia; y el desenlace es, cuando menos, promisorio.

La narración se ubica en Bradford, West Yorkshire, como en los anteriores filmes de Barnard (The Arbor, The Self Giant), y aunque básicamente cuenta una historia de amor entre una asistente escolar, madre de cinco hijos, y un arrendador de apartamentos, descendiente de inmigrantes pakistaníes, que está por divorciarse, el filme no oculta sus intenciones a la hora de homenajear a la ciudad que sirve de trasfondo. Y lo hace celebrando la generosidad, tolerancia y emprendimiento de sus residentes, rasgo compartido por sus diversas comunidades más allá de las diferencias de clase, raza, etnia e idiosincrasia que las separan. Baste reparar que no pocos de sus habitantes contribuyeron decisivamente al casting y la selección de locaciones del filme, integrándose además al reparto para añadir un toque de frescura y realismo a la producción.

Los propios Ava y Ali son el ejemplo más elocuente de lo anterior, pues a su diferente origen étnico (irlandés y pakistaní) suman gustos musicales bastante dispares: él se decanta por el rock y el punk, mientras ella prefiere el folk y el country. Por si fuera poco, y en concordancia con lo anterior, sus personalidades no pueden ser más divergentes: él hace gala de una vitalidad inextinguible, explosiva y contagiosa; ella es más reservada y maternal en sus efusiones. La

música obra a manera de puente entre ellos. Aprendiendo a disfrutarla más allá de las preferencias personales, funciona como signo inequívoco de aceptación y apertura en otros planos, incluido el sentimental. Aquí radica sin dudas uno de los triunfos de este filme, por demás modesto, que nos regala sendas interpretaciones, inolvidables por su humanidad y carisma, a cargo de la pareja protagónica interpretada por Adeel Akhtar y Claire Rushbrook. Prestaciones enmarcadas por una nutrida banda musical que hace las veces de alter ego, secundándolos a cada momento. Sea para conjurar temores o frustraciones, ensalzar la convivencia familiar o compartir valores y tradiciones en comunidad.

De manera similar, una niña extranjera, hija de un matrimonio eslovaco recién llegado a la ciudad, propiciará un primer acercamiento entre Ava y Ali. Sofía, que así se llama, pasa por el clásico proceso de adaptación de todo inmigrante, y aquellos acuden en su ayuda para que su inserción transcurra de la manera menos traumática. Porque sucede que Sofía asiste a la escuela donde Ava trabaja como asistente, y Ali, quien ha rentado un apartamento a los padres de la chica, se ha ofrecido para llevarla a la escuela. En Sofía convergen temas de identidad cercanos a Ava y Ali que en parte explicarían la acogida que ambos dispensan a aquella. Y la chica, involuntariamente, “devuelve el gesto” en tanto ubica el punto de partida de una historia de amor entre sus improvisados mentores.

Lo que resta de filme nos permite descubrir cómo Ava y Ali anteponen aquello que los une, el romance que comienza a tomar forma entre ambos, a cualquiera de los obstáculos que se erigen ante ellos. Sean el pasado de abuso familiar sufrido por Ava (que incluye a su hija Michelle) y la consecuente sobreprotección de que es objeto por parte de otro hijo, Callum; o, por otra parte, la crisis emocional que atraviesa Ali ante la inminente disolución de su matrimonio, a espaldas de una familia tradicionalista, y cuyos orígenes se remontan a la dolorosa pérdida de un embarazo. No obstante, tanto Ava como Ali encontrarán no solo oponentes sino también aliados en su camino: Ava, a su hija Michelle; Ali, a su sobrina Aisha, que los ayudarán a sortear prejuicios e incomprensiones hasta completar, en el intervalo que marca un ciclo lunar, el trayecto que definitivamente los llevará al encuentro del otro. Incluso la hostilidad inicial de Usma, hermana de Ali, o de Callum, cuya violenta reacción ante la figura de Ali viene marcada por una equívoca idealización del padre, terminan cediendo ante la realidad incuestionable que representa la flamante pareja de enamorados.

En una época a ratos tan cínica y egoísta, Ava & Ali aparece como un receso esperanzador, habla de una condición humana abocada a la alegría que depara el servicio a los otros, a la aceptación de nuestro pasado y nuestras debilidades, sin escatimar por ello una mirada optimista al futuro, y a disfrutar, en fin, de las sorpresas que nos reserva la vida bajo la figura de ese otro que un buen día aparece de improviso para cambiar nuestra existencia.