Por Alberto Ramos

Al comienzo de Where God is Not, la cámara vuelve la vista hacia un cielo cubierto de nubes, como si buscara a Dios, reclamara su presencia. A fin de cuentas, es el lugar que la tradición popular asigna al Todopoderoso: el Cielo de los creyentes. Al cierre, el plano se repite. Entre uno y otro momento descenderemos al infierno acá en la Tierra, que en este caso es el de las prisiones iraníes, reconstruido, reimaginado por quienes consiguieron escapar de allí. Un infierno donde Dios está ausente. O al menos eso advierte un carcelero a uno de los entrevistados, convencido de que la oración y la esperanza son inútiles en semejante lugar. Porque tan horrible es la ofensa infligida a Dios (o su equivalente, el Estado, recuérdese que hablamos de una teocracia) por los que allí cumplen condena, que nociones como perdón o redención resultan sencillamente inconcebibles. De ahí el título.

Los que relatan su calvario en la cárcel son dos hombres, Taghi Rahmani y Mazyar Ebrahimi, y una mujer, Homa Kalhori, hoy exiliados en Francia. Y quien los acompaña en este ejercicio de la memoria es el realizador, Mehran Tamadon. En un registro que funciona a manera de confesión, exorcismo y denuncia, Where God is Not combina el habitual intercambio entre testigo y entrevistador con una "puesta en escena" de reminiscencias psicoanalíticas, esto es, el diálogo tiene lugar en el espacio de la prisión reconstruido en clave minimalista por el director y su entrevistado. Añadir, por lo demás, que el procedimiento no es nuevo; el cineasta Raed Andoni, por ejemplo, lo empleó en su documental Ghost Hunting (Istiyad Ashbah, 2017) para denunciar los maltratos sufridos por prisioneros palestinos en las cárceles israelíes.

La reconstrucción, sin embargo, no se limita al espacio físico de la prisión, sino que incluye por supuesto la experiencia de los interrogatorios. En ocasiones se incorpora además vestuario y utilería (camas, maniquíes) o se confrontan registros audiovisuales, contribuyendo así a la proyección performática del documental. La tortura como dispositivo enfocado en arrancar una confesión al cuerpo sojuzgado de la víctima es el eje que articula la indagación. En ese sentido, Where God is Not puede verse como un intento de iluminar el misterio del Mal en una de sus encarnaciones más perversas, la del dolor infligido al Otro. En la tortura física, la degradación del cuerpo abyecto busca colapsar la integridad mental del condenado. El confinamiento en solitario, por ejemplo, que reduce al mínimo el espacio, y por consiguiente la libertad de movimiento, exacerba la opresión y soledad experimentadas por el prisionero, comenta el periodista Taghi Rahmani mientras agota en solo tres pasos su "celda" en la cárcel de Evin. Homa Kalhori, al evocar su estancia en la sección donde fuera destinada, refiere que las celdas individuales eran una especie de ataúdes donde cada reclusa debía permanecer de espaldas a sus vecinas inmediatas a fin de impedirles cualquier roce o conversación. Mazyar Ebrahimi, por su parte, demuestra ante cámara cómo era inmovilizado y azotado salvajemente sobre una cama por sus interrogadores, de lo cual dan fe las cicatrices y traumatismos que acusa su cuerpo.   

La tortura verbal, en cambio, iba encaminada a minar la integridad moral del detenido mediante falsas acusaciones repetidas ad nauseam (agente de Sadam Hussein, terrorista al servicio de Israel) o la descalificación ante el resto de los reclusos. En realidad, como apunta Rahmani, más allá de la confesión lo que se perseguía era forzarlo a abandonar sus ideales y convertirse en colaborador. Homa Kalhori, en un rapto iluminador, fingió su conversión a la fe musulmana y fue recompensada con un cargo particularmente odioso, guardiana de la sección de “rebeldes”, lo cual le valió el desprecio unánime de sus compañeras. Mazyar Ebrahimi, por su parte, accedió a que la confesión de sus supuestos crímenes fuera grabada y difundida en los medios como prueba de su delito. En otras palabras, se trata de doblegar la voluntad del individuo a costa de una violencia desmedida, con miras a su anulación en lo personal y lo social.

Aun cuando el recuerdo se moviliza a través de la restitución del escenario de los hechos, y la conciencia de ello contribuye a mantener cierta distancia por parte de los entrevistados, resulta inevitable que lo doloroso de ciertos pasajes provoque en algún momento el colapso emocional de los testigos. En descargo de lo anterior están los comentarios, a ratos hilarantes, que dan cuenta de la resiliencia y astucia con que eran capaces de enfrentar su situación. Según Taghi Rahmani, para sobrevivir al horror es necesario refugiarse en la literatura, en los rituales cotidianos, aquello que mantiene a la mente en acción, al margen de un tiempo omnipotente, inalcanzable, que nos controla, nos quiere sus rehenes. Homa Kalhori relata que era crucial el saberse acompañada, compartir confidencias con las demás, por más banales que fueran, a espaldas de sus vigilantes.      

Uno de los aspectos más llamativos, y sobre el que Where God is Not se ocupa in extenso, es la idiosincrasia del torturador y la imagen que de ellos conservan los interrogados. No se trata meramente de la figura deshumanizada de quien juega ping-pong junto al camastro donde minutos más tarde martirizará a su víctima. De quien puntualmente azota a una reclusa cuando llega a su celda cada mañana, el castigo ritualizado al servicio de una lógica del ensañamiento como purificación. Se trata, por el contrario, de un ser humano como otro cualquiera. “No existe un ‘rostro’ de torturador”, dice Homa Khalori ante una foto. Si algo los distingue, sin embargo, es la ausencia de culpa: cumplen con su deber en una guerra que los sitúa del lado de la justicia y legitima el sufrimiento que infligen a los prisioneros. Son el lobo del hombre a plena conciencia, sin que jamás lleguen a cuestionárselo, mucho menos a odiarse, comenta Taghi Rahmani al director. Este llega más lejos cuando sondea a Mazyar Ebrahimi sobre la posibilidad de que el documental sea visto por sus torturadores y, cobrando distancia, se arrepientan. A diferencia de la mayoría de los filmes sobre el tema, en que el horror cobra voz desde las víctimas a fin de generar compasión o indignación en espectadores ajenos hasta entonces a la tragedia, el realizador fantasea con la idea de que el filme “agreda”, “torture”, a los propios victimarios, adquiera una cualidad catártica. Y para ello pide a Ebrahimi que interprete a un represor mientras él hace de víctima. Aquel no resiste la prueba, pide sustituir al director por un maniquí y aun así termina compadeciéndose de su contraparte. Lo que sí logran el recuento oral y las demostraciones que siguen es distanciarlo de sí mismo al punto de poder desdoblarse en víctima y relator, “ver” al Otro que sufre. Cabría preguntarse si lo mismo ocurriría con sus victimarios, pero se muestra pesimista al respecto. Su perversidad, acota Ebrahimi, imposibilita una conversión sincera: “Son almas sensibles. No soportan los gritos. Te cubrían la cabeza cuando gritabas demasiado […] Así son nuestros hombres santos. Forjados en la espiritualidad”, apunta irónicamente.

Más allá de constituir un estremecedor documento sobre prácticas aberrantes que laceran en lo más profundo la dignidad humana, Where God is Not dirige su mirada más allá del hecho mismo de la tortura al interrogarse acerca de quienes están detrás de esa brutal maquinaria de humillación y terror descrita por sus víctimas. ¿Merecerían el perdón de estas? ¿Habrá lugar en sus almas para el arrepentimiento? Como se pregunta el director, quizá el cine haga posible ese milagro desde las imágenes y voces que parecen hablar también, contra toda esperanza, a sus verdugos. Por lo pronto, y contrariamente al sombrío comentario del carcelero, Dios sí estuvo allí junto a los condenados.  El que hubieran resistido y sobrevivido para entregarnos su testimonio da fe de una presencia de espíritu que solo su misericordia puede infundir en quienes se enfrentan a la injusticia y el martirio.