Por Alberto Ramos

(Venecia, 30 de agosto de 2023) Al parecer, el interés del director chileno Pablo Larraín en la dictadura que asolara su país desde el golpe de Estado al presidente Salvador Allende en septiembre de 1973 hasta la vuelta a la democracia en marzo de 1990 sigue invariable, aun cuando antes le haya dedicado nada menos que una aclamada trilogía: Tony Manero (2008), Post Mortem (2010) y No (2012). Su nuevo proyecto, sin embargo, pasa por el filtro de un mito literario revisitado ad infinitum por el cine, y el resultado es una enjundiosa producción distribuida por Netflix bajo el título de El Conde.

El precedente, claro está, es Drácula, con la diferencia de que acá lo fantástico-terrorífico, que ha hecho de la novela un clásico del género, se desplaza hacia una mirada satírica, nada condescendiente, a la figura del dictador Pinochet, en su reencarnación del fatídico Conde imaginado por Bram Stoker. Propuesta que resulta sumamente atractivo si se tiene en cuenta que presentar al general golpista como un monstruoso vampiro y a la dictadura como una opción política cuya cruenta trayectoria se eterniza impunemente a lo largo de los siglos tiene la lógica de una aguda metáfora, pesimismo aparte, acerca de la historia chilena y, por extensión, de cuanto régimen de corte dictatorial ha pretendido inmortalizarse en el mundo. En ese sentido, el enfoque grandilocuente y farsesco adoptado por Larraín viene a tono con una interpretación del pasado reciente del país sudamericano, que naturalizó el terror de Estado como gestión de gobierno, a partir de un texto cuya tesis descansa justamente en la omnipresencia del horror como fuente de las pulsiones más oscuras y destructivas que presiden las relaciones humanas.

Dicho esto, cabría apuntar que la película de Larraín está llena de referencias concretas a la gestión de esa dictadura y sus herederos, en primer lugar, a su voluntad de saquear al país (y aquí la imagen de la obsesión por la sangre para perpetuarse y sobrevivir a costa de la ciudadanía funciona a la perfección), que emerge como la verdadera razón para arrebatar el poder al gobierno socialista de Allende e implantar el terror en el país, más allá de las excusas que ofrecen los diferendos ideológicos y el caos económico y social. De hecho, una vez que se bosqueja la genealogía de Pinochet, que se remonta a poco antes de la Revolución Francesa, y en la que se adivina una innata vocación conservadora y derechista (incluida su simpatía hacia una realeza victimizada por la plebe, con la cabeza de María Antonieta convertida en una especie de amuleto infernal), el filme se interna en la actualidad de un “general en su laberinto” cuya imagen languidece en el presente chileno sin llegar a extinguirse del todo, en compañía de su abominable esposa Lucía y su impecable (e implacable) mayordomo Fiódor.

El lúgubre castillo de la literatura es ahora, gracias a la soberbia fotografía en blanco y negro a cargo de Ed Lachmann, un desolador galpón en medio de la nada del altiplano chileno que pareciera inspirado en un paisaje de Béla Tarr. Al lugar llegan la insaciable familia del dictador en busca del capital amasado por este, así como Carmen, una monja con dotes de exorcista (cuyo rostro, curiosamente, remite en más de un encuadre al de Renée Falconetti en La Pasión de Juana de Arco), enviada por la Iglesia en busca de pruebas que comprometan al envejecido gobernante y destapen un escándalo del que la institución eclesiástica espera sacar provecho, en un comentario irónico acerca de los numerosos casos de corrupción y pederastia que han sacudido a la iglesia chilena en tiempos recientes. La papelería en cuestión se convierte en el objeto de una búsqueda frenética, en medio de la cual se suceden los mordiscos fatales y los vuelos de rapiña del vampiro en busca de corazones humanos (el que Pinochet se ensañe de esa manera con sus compatriotas alude por supuesto al sadismo de sus crímenes durante la dictadura, a diferencia de su homólogo más “ortodoxo” de la tradición popular, a quien le basta con la sangre de sus víctimas).

Tras el fracaso de Carmen, que certifica lo irredimible de una figura como Pinochet, entra en escena otro personaje del que hasta ahora solo conocíamos la voz, en tanto desde el comienzo se presenta como un narrador omnisciente, detalle que una vez más remite al precedente literario. Dicho personaje no es otro que Margaret Thatcher, o el espectro de ella, por más señas madre biológica (e “ideológica”, cabría añadir) de Pinochet unos 250 años atrás, cuyos parlamentos rezuman una aversión visceral a cuanto se identifique con la izquierda, el pueblo, la revolución y términos afines, y que por lo mismo justifica cuanta infame iniciativa emprendiera su letal vástago en el Chile post Allende.

Por otra parte, si algo pudiera objetarse en El Conde es que su constante apelación a la música no diegética, un nutrido repertorio que recorre del clasicismo a la vanguardia, resulta cuando menos gratuita en una puesta en escena cuyo barroquismo visual, en lo absoluto coherente con su antecedente novelístico, apenas exige un subrayado sonoro. No obstante, la aparición de un filme como El Conde, en que la figura de un sanguinario dictador bajo la apariencia de una aborrecible criatura fantástica proveniente de la cultura popular se niega a desaparecer de la memoria de un país, adquiere suma relevancia dadas las circunstancias que atraviesa Chile en la actualidad con la emergencia de una ultraderecha encumbrada y revisionista. Es una oportuna advertencia sobre el peligro de que esa memoria sea instrumentalizada en provecho de quienes, supuestamente en nombre de la democracia, promueven una imagen poco menos que mesiánica de Pinochet, pretendiendo sepultar el recuerdo de diecisiete largos y oscuros años de tiranía que marcaron dolorosamente los destinos de esa nación.