Por Alberto Ramos

Monster (Kaibutsu / Hirokazu Kore-Eda / Japón)

El laureado director japonés, un regular de Cannes, entrega en Monster una de las historias más radicalmente emocionantes y poderosas de su carrera. La acción transcurre en un pequeño pueblo del interior de Japón, básicamente en la escuelita del lugar. Minato, uno de los alumnos, comienza a comportarse de manera extraña y agresiva, para desconcierto de su madre Saori. Todo parece indicar que el culpable es el maestro, Hori, cuya relación con Minato atraviesa por momentos difíciles que culminan a menudo en violentos exabruptos en los que el chico resulta física y emocionalmente victimizado. Lo que en un primer momento queda oculto es que Minato tiene suficientes razones para comportarse así, toda vez que ha asumido la protección de un condiscípulo, Yori, víctima de acoso escolar. Mientras la madre desespera ante la sucesión de incidentes que involucran a su hijo, y hacen temer incluso por su salud, y Hori, incapaz de comprender la reticencia de Minato, se ve acorralado por la insensibilidad de un claustro escolar que lo pone al borde de la renuncia y hace naufragar su relación sentimental, Minato y Yori viven intensamente una amistad regida, entre otras, por la ausencia u hostilidad de la figura paterna, y en general por la incomprensión de los adultos, lo que explica las pulsiones homicidas y autodestructivas en los chicos, y por otro lado, su tendencia a evadir un entorno amenazante refugiándose en la naturaleza y construyéndose un universo paralelo (simbólicamente, en un viejo vagón abandonado) donde escapar de los mayores. La noción de alteridad, entendida desde una acepción más amplia como vindicación de una identidad libremente elegida, a despecho de una norma social intolerante y punitiva, sobrevuela a lo largo del filme. Y emerge desde instancias como el arte, la amistad, el amor y lo lúdico, que invitan a reconsiderar en lo monstruoso una dimensión humana de clara vocación liberadora. 

Contrario al resto de su filmografía, que se caracteriza por la linealidad y limpieza de su escritura, acá el guion se bifurca una vez planteado el conflicto para contar lo sucedido desde múltiples perspectivas, corrigiendo nuestras percepciones (y la de algunos personajes), que una mirada inicial habría mostrado de manera fragmentaria, acrecentando el aura de misterio y confusión en torno a lo acontecido. En el mismo sentido funciona el final abierto, que sugiere tanto la decisión de suicidarse ante el acoso y la incomprensión de la sociedad, como la de huir y salvarse, desapareciendo en el seno de la naturaleza. Mención aparte merece la larga, magistral secuencia de la frenética búsqueda de Yori y Minato por la madre y el maestro, que culmina en un bosque cada vez más sombrío e irreal, donde descubren el vagón que sirve de refugio a los chicos. Vistas desde dentro, las manos en movimiento del maestro, que intenta quitar el lodo del techo de cristal para atisbar al interior, describen una estela de puntos luminosos, aludiendo metafóricamente a su imposibilidad de conectar con el mundo de los niños, de “verlos” tal como son, que sirve de fundamento al relato.     

 

Jeanne Du Barry (Maïwenn / Francia)

Jeanne Du Barry, el filme de apertura del festival es un drama histórico ambientado en el reinado de Luis XV. Cuenta la historia de una joven de origen humilde (interpretada por la propia actriz-realizadora) que, a fuerza de escalar posiciones, llegó a convertirse en favorita, y consorte no oficial, del rey. Narrada en tercera persona con un énfasis marcadamente literario, resume en los primeros minutos la infancia y adolescencia rebeldes de la protagonista para luego enfocarse en su carrera de cortesana. Una lectura feminista era previsible, en tanto Du Barry fue sin dudas un personaje sumamente transgresor para su época. De manera que el filme la retrata como una mujer libre y sensual que no oculta sus ambiciones y su desdén por la rigurosa, humillante (y ridícula) etiqueta que rige en la vida palaciega. Lo anterior le depara no pocos enemigos, las hijas del rey en primer lugar. En su auxilio, sin embargo, vendrán la simpatía y complicidad de otros que harán más llevadera su existencia, como el cardenal Richelieu, el joven delfín y el valet de chambre La Borde, quien la inicia en los rituales que debe dominar todo aquel que aspire a merecer los favores de la realeza. Al parecer, Luis XV quedó prendado de Du Barry desde que la conociera hasta que, fulminado por la viruela, rompe con ella en su lecho de muerte por imposición de la Iglesia. Gesto hipócrita y cobarde que lo distancia aún más de la amante, quien, por otra parte, no duda en besar las manos cubiertas de pústulas del enfermo poco antes de que expire. La oposición entre una corte decadente a la que una advenediza salida de los estratos más humildes de la sociedad logra conquistar a fuerza de astucia y arrojo anticipa los acontecimientos que años más tarde desembocarían en la Revolución Francesa, y en los que junto a Luis XVI y María Antonieta, Du Barry sucumbirá bajo el peso de la guillotina, doblemente repudiada por los de su clase y por una aristocracia que solo a regañadientes la admitió en sus filas.

Con una puesta en escena fiel al canon establecido para “producciones de época” y un reparto pródigo en visiones estereotipadas, cuyo ejemplo más elocuente es el grotesco coro de las hijas del rey, Jeanne Du Barry revela además cierto descuido en el orden narrativo, sobre todo tras la muerte del soberano. Asimismo, la grisura del Luis XV torpemente encarnado por Johnny Depp contrasta con la avasalladora voluptuosidad de la “criatura” (así la llaman sus hijastras) interpretada por Maïwenn que da título al filme. Por encima de ambos, no obstante, se alza el personaje de La Borde (Benjamin Lavernhe), quien partiendo de una gestualidad mínima trasmite los vaivenes de una pasión reprimida en nombre de la lealtad que lo convierten en la única figura auténticamente trágica del relato. 

 

Le Retour (Catherine Corsini / Francia)

El regreso es circular, pero no solo refiere al espacio (la madre y sus dos hijas que viajan a Córcega por un verano y luego regresan a la capital). También es circular porque el viaje al pasado, representado por la isla donde vivieron (y nacieron las hijas), termina tras la repetición de sucesos que marcaron ese tiempo anterior. Para las tres, la isla está íntimamente asociada con la muerte del padre en un accidente que sobrevino poco después de que la madre decidiera abandonarlo y marcharse del lugar. Acá resulta decisivo el que se tratase de un matrimonio interracial: él blanco, ella negra. Khédidja, la madre, nunca superó los desafíos que presupone el choque de culturas y razas en un microcosmos familiar, abonado por prejuicios, asimetrías y dependencias de todo tipo. 

Ambas hijas reeditan dicho escenario cuando se embarcan en sendas aventuras amorosas, Jessica con Gaia, la hijastra del matrimonio blanco que ha contratado a la madre durante el verano; y Farah con un chico, Orso, quien atiende un quiosco en la playa que sirve de fachada a una ocupación más lucrativa, la venta de droga. Jessica y Farah, por otra parte, no pueden ser más diferentes. La primera, más despierta y pragmática, mira al futuro, identificado en su caso con el clásico patrón de asimilación al mundo de los blancos, de la metrópoli. Farah es más rebelde y tradicionalista en tanto desafía cualquier gesto que implique esa idea de asimilación. En una de las primeras escenas protagoniza una pelea con Orso cuando este maltrata a un grupo de niños mestizos que juegan fútbol. Siendo la menor, es la más madura e ideológicamente coherente de ambas hermanas. La madre, por último, sostiene un fugaz affaire con el mejor amigo de su marido, Marc-Andria, una pasión reprimida a la que el reencuentro otorga una segunda oportunidad. Son precisamente Marc-Andria y la suegra de Khédidja quienes despiertan el interés de las chicas hacia ciertas zonas del pasado que la madre hubiera querido olvidar. Primero las fotos, y luego las conversaciones, sirven de detonante que tensa la relación entre Khedidja y su suegra, que la responsabiliza de la muerte del hijo.

Pero una vez más, como en el pasado que vuelve, los proyectos de estas mujeres fracasan. En su relación con Jessica, Gaia aspira a convertirse en una versión del padre de aquella. Para Orso, por el contrario, su fugaz flirteo con Farah carece de importancia; otros intereses lo ocupan realmente, la droga en primer lugar. En ambos casos se adivina un racismo larvado, la típica manipulación condescendiente, pero no menos prejuiciada, del Otro. Khedidja, por su parte, comprende que ya es tarde para un romance con Marc. La conclusión es que la isla, agotado este romántico ajuste de cuentas familiar y emocional, no ofrece otro incentivo a estas mujeres. A la larga, el retorno se revela imposible, aunque fructífero en tanto confirma que su lugar está en otra parte. Quizá el filme pueda verse como una reflexión sobre el pasado colonial de Francia que acude a la familia como metáfora. O sobre cómo han cambiado los términos de la relación metrópoli-colonia, y la necesidad de reconsiderar fenómenos como la asimilación bajo otra perspectiva.  O, visto con una mirada más pesimista, que en el fondo todo sigue igual, más allá de las apariencias, y cualquier intento de cambiar las reglas del juego tarde o temprano nos retorna, como reza el título, al punto de partida.