El Festival de Cine de Cannes es un doctorado en cine.

La selección oficial, incluyendo las proyecciones fuera de concurso, las secciones paralelas y los preestrenos mundiales, constituyen un notable tratado sobre el arte cinematográfico.

Aunque es difícil aislar algún ingrediente común entre la diversa colección de filmes, sólo por citar un rasgo, podríamos hablar de un aroma de cambio de época en la forma de hacer películas, en un arte cuyo origen siempre ha estado ligado a una constante evolución tecnológica.

En contraste con este aroma de renovación, está la nostalgia por lo analógico, por un cine de detalles y destellos que centra su mirada en cosas en apariencia nimias.

Que edifica relatos de luz y tiempo donde las reflexiones e incluso el formato, parecen revelarnos un humanismo que se resiste a sucumbir ante un cine programático, de superhéroes y multiversos.

En esas historias también se advierte la más grande contradicción de Cannes: las mejores películas del Festival son sobre rostros cuyas vidas discurren en la periferia del mundo, quienes nunca serán parte de las glamorosas alfombras rojas, de los hoteles donde se hospedan los realizadores y actores, y de los lujosos restaurantes llenos de viandas donde departe cierta élite de la industria fílmica frente a las hermosas playas de la Costa Azul francesa.

 

Les herbes sèches

Muchas veces el cine se hace preguntas íntimas liberadas en forma de reflexiones fundamentales sobre el origen del universo y de lo humano, en un entramado en el que la luz y el sonido, justo los constituyentes del lenguaje fílmico, se miran como artífices de sentido.

Desde sus primeros tratados, el director turco Nuri Bilge Ceylan se ha cuestionado sobre estos fundamentos cósmicos, encarnados en dramas humanos. Reimaginando la semilla fotográfica de la realidad fílmica y rumiando una especie de filosofía del cine.

Por supuesto que estas intenciones no están lejanas de riesgos y de la imposibilidad de su materialización visual.

Pero se agradece, como le grita una voz anónima en la Sala Lumière del Palacio de Festivales de Cannes, el asumir este tipo de riesgos temporales, visuales e, incluso, teológicos.

Porque como lo expresa la belleza de su cine, quizá las respuestas estén en ese diálogo eterno entre presente y pasado, entre generaciones, entre universos. En esa forma de la luz que nos convoca a recordar la alegría de lo que ocurre con fuerza por primera vez.

Esa emoción, convertida en locura, nos permite ver la nieve como un milagro, nos arrastra a una comunicación en la que todo es poesía, desde una carta escrita a mano, el lápiz, las palabras, las hojas secas y el desierto íntimo que nos habita.

 

Perfect Days (Premio del Jurado Ecuménico).

No todos los trabajos parecen iguales, esa forma del empleo tan distinto en salarios, en interacciones, en humanidad parece crear nuevas castas.

¿Quién querría trabajar limpiando baños públicos?

Win Wenders crea un personaje entrañable en su nuevo homenaje a Yasujirō Ozu. Alguien capaz de poner el corazón en los actos y no en las palabras: compasivo, hospitalario… y quien cada día, en una especie de justicia poética, recibe un premio por su arduo trabajo bajo la forma de un colmado vaso de agua.

Confinando la experiencia fílmica en el marco de una pantalla casi cuadrada, reduciendo el ángulo de visión para centrarnos en este personaje casi silente que atiende con devoción su trabajo y escucha música de otro tiempo en casetes de cinta.

Confiando en el amor, en un juego que es una comunicación de esperanza, en la comunión de ese divertimento y en un futuro de días mejores que siempre serán una mezcla de porvenir y melancolía.

En especial, su vocación por una fotografía recurrente a un amigo fiel cuya belleza reconoce y admira, retratándolo una y otra vez para preservar su luz que lo ilumina.

Este poema fílmico nos permite recordar la plenitud del tiempo encarnado en un beso, en la comunión con el agua y la música, y en la promesa que quizá mañana y no hoy, visitaremos la profundidad del mar del que venimos.

 

Il sol dell'avvenire

Es posible mirar la libertad de un cineasta que se atreve a cantar frente a la pantalla, a revelar sus obsesiones y a manifestar una esperanza a pesar de todo lo que va mal en su vida y en la del mundo que lo rodea.

Porque es verdad, como reflexiona Nanni Moretti en su película, que quizá nadie entienda a Mozart, pero sus creaciones nos alegran el mundo y someten el ruido en una partitura emocionante.

Moretti celebra el cine desde la crítica hacia una nueva forma de cine que parece saberlo todo sobre la realización y sobre las audiencias.

Un cine programático supeditado a un consumo vertiginoso y a estrategias de mercadotecnia en apariencia, y sólo en su superficie, infalibles.

Y es que este realizador italiano elabora desde la antítesis de esta visión programática.

Se cuestiona, se revuelca en la filosofía, en la historia del arte y del cine, cita a Kieslowski para no salir limpio, sino herido por preguntas que pueden generar una conversión del arte.

Por eso su cine canta, danza, se vuelve inesperado, caótico, como la vida, navega en un mar de incertidumbres en busca del amor y de cierto cine que siga, desde una ética creativa, iluminando el porvenir.

Estas historias filmadas por ancianos directores de cine (abría que sumar a Kaurismaki, Scorsese y Ken Loach) son un poderoso llamado lleno de preguntas sobre un mundo que se resiste a morir, pletórico de belleza y esperanza, capturado por un instrumento técnico que suscita un intento de dar respuesta a las preguntas que siempre nos han inquietado, y sobre las que el cine da su propia y luminosa reflexión llena de nuevas y urgentes dudas.

Edgar Rubio