Xavier Carbonell

 

Todavía arden las teclas, como un revólver recién disparado. Si vemos películas es para conseguir esa tensión que solo se adquiere en la oscuridad, ante el tiempo de los relatos. Como el cañón humeante de la pistola o la máquina de escribir.

 

No hay cine sin oscuridad. La oscuridad borra al mundo y al espectador, los convierte en fantasmas. Es un sacrificio indispensable. El tiempo, el color, la voz, la materia. Todo debe comenzar en el primer segundo de la película.

 

El cine viejo contiene un ritmo que solo existe en la escritura. La posibilidad de conquistar esa tensión, ese tiempo perdido, atrae a todo novelista. Veo películas obedeciendo a esa táctica, sin negar su infamia: robar trucos, fórmulas, siluetas. Robar el tiempo.

 

Lawrence de Arabia representa —a través de la guerra y el hambre por una vida excepcional— ese mismo exceso. Termina el filme sin que sepamos verdaderamente qué quiere. Los amigos intentan una definición de su carácter: tiene sed de desierto. “Solo los dioses y los beduinos aman el desierto”, dice el príncipe Faysal, “pero tú no eres lo uno ni lo otro”.

 

Es un error de concepto que no existe para Lawrence —el rostro blanco, casi irreal de Peter O’Toole—: nada está escrito, él debe escribirlo todo. Una vida en la ficción. Puede, cuando cruza las arenas de Arabia, ser el profeta, el mesías, el caudillo, el hombre capaz de altos ideales, el asesino, el árabe. Puede ser un dios con ropa de beduino, las balas no lo tocan.

 

La lujuria de la excepcionalidad. Padece continuas lecciones a través de la humillación, las más duras para un hombre de su calibre: la muerte de un muchacho, tragado por las arenas movedizas; el abandono de las tribus que él conduce a la victoria —son rateros, es su naturaleza—; ejecutar o dejar morir a los suyos; la tortura, la enfermedad, el dinero; inventar Arabia, y que Arabia sea solo un espejismo.

 

Envejece de un modo tan vertiginoso que, cuando logra tomar Damasco, se desprende de sí mismo. La guerra termina en la oficina de los generales, entre papeles de funcionario (“puede existir honor entre los ladrones, pero no entre los políticos”).

 

El caudillo árabe vuelve a ser inglés, vuelve a ser Lawrence.

 

Lawrence es una variante de Don Quijote: los ha transformado a todos, incluso al desierto, para más tarde arrancarlos de la ficción. Cuando él está listo para volver a casa, los demás ya no pueden. El príncipe Faysal —Alec Guinness— oficia el desengaño, como los genios del Corán: “Los jóvenes luchan, ellos y la guerra comparten las mismas virtudes: coraje y esperanza en el futuro. Pero los viejos hacen la paz. Y los vicios de la paz son vicios de viejos: desconfianza y cautela”.

 

Sin embargo, le queda a uno la amargura de haber quebrado la ficción, el sueño de un mundo que se pierde con Lawrence. Su insolencia, su dignidad. Esa pureza solo la atrapa el desierto.