Durante la 76ª edición del Festival de Cine de Cannes, Perfect Days de Wim Wenders (Alemania/Japón, 2023) fue galardonada por el Jurado Ecuménico.

"Esta obra maestra cinematográfica es una joya con numerosos atributos poéticos. A través de los diferentes personajes, el director transmite una poderosa narrativa sobre la esperanza, la belleza y la transfiguración en las vidas cotidianas que llevamos. La dignidad del personaje principal, el cumplimiento de su trabajo realizado con dedicación, así como su respeto por los demás y su asombro ante la naturaleza, representa valores universales que a menudo faltan en nuestras sociedades contemporáneas. Esta película es pura gracia", afirma el jurado.

Miembros del jurado ecuménico 2023: Néstor Briceño, presidente (Venezuela), Anne-Laure Filhol (Francia), Katia Margerie (Francia), Alberto V. Ramos Ruiz (Cuba), Joel Ruml (República Checa), Jane Stranz (Reino Unido).

Una reseña de Alberto Ramos Ruiz

 

Perfect Days, de Wim Wenders (Japón, Alemania)

Premio del Jurado Ecuménico, Cannes 2023

 

Just a perfect day
You make me forget myself
I thought I was someone else
Someone good

 

Perfect Days, Lou Reed

 

De todos es conocida la admiración de Wim Wenders por Japón, y en particular por la cinematografía del gran Yasujiru Ozu, a quien años atrás dedicara un documental, Tokyo-Ga (1985). Mucho de esa devoción, mezclada con el gusto del cineasta alemán por la música popular norteamericana, regresa esta vez en su reciente Perfect Days, que acaba de concursar en el Festival de Cannes, donde conquistó el premio de actuación masculina para su protagonista Koji Yakusho y el galardón otorgado por el jurado ecuménico. 

 

A lo largo de una extensa, detallada presentación, Perfect Days describe las rutinas de su protagonista, un empleado de limpieza llamado Hirayama, desde que despierta en su diminuto cuarto de Tokio y casi de inmediato sale a trabajar, hasta que regresa a dormir en la noche, no sin antes dedicar un tiempo a la lectura. Hirayama limpia baños públicos, y lo hace con una dedicación y dignidad ejemplares. Lo que para otros puede ser motivo de vergüenza dada la escasa estima social de que goza esa labor, en él es ocasión de servir a la comunidad, pero también de socializar (compensando en algún modo su soledad), así como de practicar uno de sus pasatiempos favoritos, la fotografía.

 

Para alguien como Hirayama, quien trata de amigos a los árboles, fotografiarlos en su serena belleza, dejar testimonio de las preciosas filigranas que tejen sus ramas al agitarse o rescatar un frágil brote que habrá de sembrar en suelo fresco, sosteniéndolo entre sus manos como una criatura recién nacida, puede ser lo más parecido a eso que llamamos felicidad. Y de ello trata el filme de Wenders. De alguien que ha renunciado a la falsa, efímera promesa de bienestar a que nos convidan la civilización contemporánea, el consumo desordenado y la cultura del descarte. Y que convierte las pequeñas satisfacciones de la vida cotidiana, como la contemplación y el contacto de la naturaleza, la lectura de un libro, el placer de la música o el encuentro con un desconocido, en auténticas epifanías que dan cuenta de una espiritualidad atenta a los movimientos más íntimos y reveladores de una vida interior en sintonía con el mundo, que es gozo, aceptación y alabanza de la existencia.

 

 

Lo primero queda registrado en las fotografías que guarda en cajas de metal etiquetadas, como quien atesora un álbum familiar destinado a las futuras generaciones. Algunas de esas fotos, en blanco y negro, muestran su fascinación por las sombras que dibujan las ramas de los árboles agitadas por el viento, delicada metáfora del vínculo que, como humanidad, nos une a un tronco común desde el cual cada rama, cada individuo, se relaciona con los demás. En breves recesos que interrumpen el discurso central, estas fotos aparecen como enigmáticas acotaciones que al final iluminan uno de los pasajes más conmovedores de Perfect Days. Aquel en que un día, al entrar en un bar, Hirayama tropieza con Mama, la dueña, y su exesposo, abrazados en un rincón. Sorprendido, se aleja pudorosamente, pero poco después el hombre le confiesa que está a punto de morir a causa de un cáncer terminal y ha decidido reconciliarse con Mama, de quien se separó hace tiempo, pero al parecer el reencuentro solo ha servido para acrecentar su pesimismo. Intentando consolarlo, Hirayama lo convida a celebrar el reencuentro, rememorando un juego infantil en que los participantes apuestan a superponer sus siluetas proyectadas sobre el suelo, como sucede con las ramas que, en las fotografías de aquel, se abrazan en la copa de los árboles.

 

Otras veces es la música la que sirve de puente hacia los demás. Como el descubrimiento de Patti Smith por Amy, la rebelde enamorada de su colega Takashi, un chico de pocas luces que acostumbra a calificar superlativamente a Hirayama, como si de una frívola encuesta sobre popularidad se tratara. Con suma benevolencia, este le perdona sus desplantes y ocurrencias, típicas de la edad, a la vez que el joven Takashi maniobra para llamar la atención de la chica, aprovechando la simpatía que ha surgido entre esta e Hirayama, propiciada por la música que este colecciona en viejas cintas de casete, una verdadera revelación para la pareja. Su opción por el soporte analógico da cuenta de una brecha generacional, en la que Takashi y Amy vendrían a representar la contraparte digital. Pero apunta también a la vindicación de un pasado que a menudo se ignora o subestima. Y cuyas expresiones más frecuentes no solo se localizan en el arte, sino también en la vida diaria, como es el trato dispensado a los ancianos. Al respecto es interesante notar que son los niños y jóvenes quienes muestran una mayor empatía hacia Hirayama. En uno de los sanitarios públicos, este encuentra, escondido en un resquicio, un mensaje que lo invita a jugar tic tac toe. Y él accede al ofrecimiento, respondiendo en cada visita a la jugada anterior de su contrincante anónimo, abriéndose al diálogo con alguien que ha encontrado una peculiar forma de comunicarse. En otro momento, un pequeño se queda encerrado en un urinario e Hirayama lo rescata; poco después aparece la madre, quien ni se molesta en agradecer el gesto de aquel; el niño, por el contrario, se da vuelta y dice adiós a Hirayama al alejarse. 

 

 

Sin embargo, las luces y sombras que se cruzan en las fotos de Hirayama tienen además otro significado, que se hace evidente en la segunda mitad del relato, cuando Niko, la sobrina, aparece sorpresivamente. La joven ha viajado desde otra ciudad, donde reside su familia, y a partir de entonces se hace inseparable del tío. Cuando poco después, y tras veinte años de separación, hace su aparición Keiko, hermana del protagonista y madre de Niko, presuntamente en busca de la hija descarriada, se intuye (aunque los detalles no quedan explícitos) que Hirayama proviene de una familia acomodada, con la cual rompió en algún momento, a partir del cual ha llevado una existencia austera y solitaria. Y que Keiko no está dispuesta a reeditar la dolorosa experiencia de una separación familiar. Una vez más, Hirayama se implica como propiciador de una reconciliación, esta vez más sentida en tanto se trata de lazos familiares, de un vínculo aún más entrañable.

 

Perfect Days toma su título de una canción de Lou Reed. Lo que para el compositor y cantante representa el milagro de un día, el éxtasis de una experiencia excepcional que lo transforma, Wenders lo extrapola a los trabajos y los días de un hombre que exulta ante la grandeza de la creación y asume con ejemplar humildad su lugar en esta. Vocación que lo hace sentir otro, una buena persona, como reza la canción, capaz de sobreponerse a un pasado doloroso y encontrar la felicidad en sus expresiones más sencillas, sea en la perfección de la naturaleza, la revelación del arte o en el acompañamiento y servicio de quienes se cruzan en su camino. Wenders, un humanista declarado, sitúa el centro de la atención en el individuo (el filme, por lo demás, está rodado en formato académico, por lo que el énfasis se hace aún más evidente). No es extraño entonces que como conclusión haya elegido un plano cerrado sobre el rostro de Hirayama transfigurado por la emoción, sobre el que luces y sombras, las mismas que día a día animan nuestra existencia, se suceden sin interrupción. Un rostro transfigurado por la gracia. 

 

 

Alberto Ramos Ruiz