Medios

Tiempo de viaje de Andrei Tarkovski
Edgar Rubio
Sin falsas pretensiones, varias veces, después de una conversación con esos amigos con quienes experimentamos la libertad del pensamiento y de la vida, nos hemos lamentado de no contar con un registro visual de estos encuentros.
Esa naturalidad, la misma del flujo de la vida, es el montaje de Tiempo de viaje, un documental del cineasta ruso Andrei Tarkovski y del poeta y guionista italiano Tonino Guerra.
Estos cineastas, cuyo legado vive en la mirada de tantos realizadores y estudiantes de cine de todo el mundo, logran una jornada de real praxis cinematográfica, en un viaje de búsqueda de locaciones para el rodaje de una célebre película: Nostalgia, a la postre la penúltima película de Tarkovski.
Este viaje-película se convierte, gracias a una cámara ausente (está sin influir en la acción), en un diálogo poético entre dos hombres cuyas vidas fueron una ofrenda al cine.
Su apuesta de vida por el cine (la de Andrei y Tonino) se mira nítidamente en sus diálogos, en sus posiciones estéticas, en su búsqueda de personas, de sitios y de una poesía presente en las formas del mundo.
En el centro de esta galaxia de sentido visual, la poesía emerge junto a la amistad, al recuerdo de bellas historias nunca filmadas y a un futuro cuyo gran propósito es hacer una película más.
Estas presencias unidas por el arte, son acompañadas por expresiones sencillas de la vida: comparten y en ese compartir está la estructura profunda de su arte.
Para una mirada aquietada por el cine más real creado, Tiempo de viaje es un entrañable adagio cuyas emociones no son de forma, sino de carne.
Y en esta carnalidad se esculpe un tiempo donde Tarkovski está ahí hablándonos otra vez sobre el sacrificio de comprometerse con un arte que expone la vida como una realidad más grande que la realidad misma.
Ese Tarkovski a quien amamos a través de sus películas, habla sin estridencia de sus convicciones, del cine que lo habita, y nos mira a través de los campos italianos, de una luminosidad presente también en la poesía de Guerra y de una nostalgia nutrida del exilio y de la proximidad de la muerte.
Frente a las posturas relativistas sobre realidades como el amor o el arte, Tarkovski nos comparte en Tiempo de Viaje una ruta íntima, un camino espiritual donde lo único que queda, si miramos bien la realidad, es seguir el ejemplo de ese monje capaz de regar un viejo árbol seco, con la esperanza de verlo florecer.
Para tal empresa se requiere de compromiso y de convicción, justo las realidades presentes en esa intimidad resguardada por la mirada de un cineasta capaz de (permitirse) ser un espejo por donde la luz del cinematógrafo nos mira e inquieta incesantemente.

Yumurta de Semih Kaplanoglu
Edgar Rubio
Un alma en un cuerpo viejo camina por un sendero en la niebla. Es el final de una colectora de leche, quien ha acompañado la vida de su hijo: el poeta Yusuf Üclemesi.
José Saramago, el Nobel portugués, decía que el cine podría buscar otras formas de contar y de decir las cosas.
De eso va Yumurta (Huevo, Turquía, 2007), el inicio de una trilogía inversa sobre la expresión de una conciencia escritural en pequeas viñetas de la existencia de un poeta, hijo de un colector de miel silvestre (Bal), en busca de su vocación (Süt).
¿Cómo procesa la pérdida este hombre?
¿Qué esperanza puede surgir después de este despojo del amor materno?
Como la poesía, como el amor, la vida simplemente va sucediendo, en una suerte de lógica que no comprendemos, en una especie de gracia imposible de reconcer vía nuestra pobre mirada.
Sujeta a principios ligados a las fuerzas de las estrellas, a la temperatura del cosmos; algo sucedió que nos permite compartir el aire, el giro de una rueda de hilar, la vista desde una colina.
Y son esos minúsculos pulsares, esos miles de acontecimientos, los que van desgranando los sueños y las palabras de nuestra poesía de la vida.
Por eso Ayla (Saadet Isil Aksoy) mira a Yusuf (Nejat Isler) de una forma especial, por eso algo se detiene en su interior al saber que se va, por eso pide que puede ser no hoy, sino hasta la mañana siguiente.
Por eso le sirve ese dulce cay, y lo escucha, y lo mira de nuevo. Simplemente sucedió, como no pudo ser con ese joven eléctricista, obsesionado con ella.
Y fue, en el sacrificio de cumplir la última promesa de la anciana madre, donde la metáfora del viaje nos permite ir tierra adentro de las comunidades turcas, donde lo espontáneo del compartir y el sentido de una liturgia sagrada, aún no se han roto.
E ir tierra adentro en los sentimientos, quizá el territorio más real y complejo de lo humano.
Y es ahí, donde las imágenes van dejando en el espectador una esperanza, una necesidad de que ésta toque también la vida de los protagonistas.
De que Yusuf y Ayla se encuentren en lo que no abunda, en lo que hemos dejado secar, como ese misterioso niño, quien busca sin fruto un huevo entre las gallinas de la casa.
Algo opera en la vida, algunos llaman milagro a esta realidad, y lo que no estaba aparece, de pronto; y el duelo se deja venir con toda su fuerza; y nos miramos solos y damos una media vuelta, un cambio de horizonte.
Y una vez más, en el pequeño espacio de un territorio común, compartimos el pan y los frutos de este milagro íntimo de la vida, rociados por la ternura de la misericordia.