Noticias Relacionadas
Edgar Rubio
Conocí la mirada del cineasta franco-tunecino Abdellatif Kechiche en el Festival de Venecia 2007, donde presentó su opera prima: Le grain et le mulet (Francia, 2007).
En su cuadro, los personajes tenían vida y disfrutaban mucho del proceso de preparar los alimentos y de sentarse a la mesa para compartir esos platillos, síntesis de sus deseos, creencias y forma de entender la misteriosa vida.
No volví a ver otra película de Abdellatif hasta La vida de Adèle, capítulos 1 y 2 (La vie d'Adèle, Chapitres 1 & 2, Francia, 2013) largometraje basado en la novela gráfica de Julie Maroh, Azul es un color cálido (Le Bleu est une couleur chaude, Francia, 2010).
Al ver Le grain et le mulet no pude intuir la sutileza de su cine futuro.
Porque La vida de Adèle cala profundamente en quienes hemos sufrido el ciclo de una relación y no podemos sino vivir junto a Adèle, su esperanza y su desdicha.
Sentir en nuestra carne su pasión, su alegría y su desesperación.
Porque así como el amor nos redime, cuando se disipa, nos sume en una oscuridad donde nada de lo demás tiene sentido.
Desde Einsentein, los teóricos del cinematógrafo han hablado de la relación entre el cine y la realidad.
Por supuesto que al visualizar una obra de arte, estamos ante una recreación de la realidad, sea lo que esto sea, pero sólo en pocas películas esta realidad aparece nítida, con la naturalidad de la vida, sin ese toque impostado donde la propia existencia parece una fórmula, un lugar común.
¿Será ésta la gran y última innovación del cine?, su comunión real con la vida de un ser humano específico.
Por eso no sorprende la dedicación del método desarrollado por Abdellatif para hacernos mirar la vida de Adèle.
Las propias actrices, Léa Seydoux y Adèle Exarchopoulos hablan de repeticiones de hasta una centena de tomas para una misma escena; de golpes, de desequilibrio físico y emocional para lograr lo que el director creía, lo acercaría a la verosimilitud de la vida.
Por eso una cámara sensitiva e íntima, como pocas cámaras en la historia del cine, en planos cerrados donde podemos ver el rostro siempre sorprendido de Adèle en su exploración del mundo, de su sexualidad y del arte.
A través del cuerpo de Emma, Adèle va iluminando su propio cuerpo y su alma.
Entonces, cada pie de película parece preguntarnos, ¿es el amor una recreación, que como el cine, terminan siempre?
Sí, porque, como todo lo humano, existe en una realidad llena de prejuicios de clase, de aburrimiento y falta de sentido, de artistas esnobistas, de simulaciones y de soledad.
Precisamente, en el plano donde se cierra su largometraje, Adèle parece alejarse hacia una soledad lacerante y definitiva; no encuentra ternura y pasión donde quiere encontrarla, se aleja porque alguien más lo ha decidido así.
Su vida ha sido depositada en un infierno de soledad desde donde es muy difícil volver a creer que dar un paso más, tiene algún tipo de sentido.
Si la mirada de Abdellatif ha ganado en hondura, su cine actual contrasta con la vida de esperanza comunitaria proyectada en Le grain et le mulet.
A pesar de navegar en el desaliento, hoy, este tipo de cine capaz de expresar lo máximo con lo mínimo, transmitiéndonos “las incertidumbres, los miedos, el incontenible deseo, la seguridad de que has encontrado a la persona que durante toda tu existencia andabas buscando a ciegas y la temible factura social, familiar y sentimental que tendrá que pagar esta pareja” (El País, mayo de 2007); hoy, este cine, en la oscuridad, nos deja mirando nuestra propia vida, tan dolorosamente real, tan desesperadamente feliz.