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Edgar Rubio
Un alma en un cuerpo viejo camina por un sendero en la niebla. Es el final de una colectora de leche, quien ha acompañado la vida de su hijo: el poeta Yusuf Üclemesi.
José Saramago, el Nobel portugués, decía que el cine podría buscar otras formas de contar y de decir las cosas.
De eso va Yumurta (Huevo, Turquía, 2007), el inicio de una trilogía inversa sobre la expresión de una conciencia escritural en pequeas viñetas de la existencia de un poeta, hijo de un colector de miel silvestre (Bal), en busca de su vocación (Süt).
¿Cómo procesa la pérdida este hombre?
¿Qué esperanza puede surgir después de este despojo del amor materno?
Como la poesía, como el amor, la vida simplemente va sucediendo, en una suerte de lógica que no comprendemos, en una especie de gracia imposible de reconcer vía nuestra pobre mirada.
Sujeta a principios ligados a las fuerzas de las estrellas, a la temperatura del cosmos; algo sucedió que nos permite compartir el aire, el giro de una rueda de hilar, la vista desde una colina.
Y son esos minúsculos pulsares, esos miles de acontecimientos, los que van desgranando los sueños y las palabras de nuestra poesía de la vida.
Por eso Ayla (Saadet Isil Aksoy) mira a Yusuf (Nejat Isler) de una forma especial, por eso algo se detiene en su interior al saber que se va, por eso pide que puede ser no hoy, sino hasta la mañana siguiente.
Por eso le sirve ese dulce cay, y lo escucha, y lo mira de nuevo. Simplemente sucedió, como no pudo ser con ese joven eléctricista, obsesionado con ella.
Y fue, en el sacrificio de cumplir la última promesa de la anciana madre, donde la metáfora del viaje nos permite ir tierra adentro de las comunidades turcas, donde lo espontáneo del compartir y el sentido de una liturgia sagrada, aún no se han roto.
E ir tierra adentro en los sentimientos, quizá el territorio más real y complejo de lo humano.
Y es ahí, donde las imágenes van dejando en el espectador una esperanza, una necesidad de que ésta toque también la vida de los protagonistas.
De que Yusuf y Ayla se encuentren en lo que no abunda, en lo que hemos dejado secar, como ese misterioso niño, quien busca sin fruto un huevo entre las gallinas de la casa.
Algo opera en la vida, algunos llaman milagro a esta realidad, y lo que no estaba aparece, de pronto; y el duelo se deja venir con toda su fuerza; y nos miramos solos y damos una media vuelta, un cambio de horizonte.
Y una vez más, en el pequeño espacio de un territorio común, compartimos el pan y los frutos de este milagro íntimo de la vida, rociados por la ternura de la misericordia.