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Por Alberto Ramos
(Venecia, 30 de agosto de 2023). La película de Edouardo De Angelis que inauguró la 80º edición de la Mostra de Venecia se interesa en un personaje poco conocido de la historia (al menos fuera de Italia), Salvatore Todaro, un militar que se destacó por su rectitud moral y la compasión demostrada hacia sus adversarios mientras se desempeñaba como comandante del submarino Cappellini de la Real Marina de Guerra Italiana durante la Segunda Guerra Mundial.
La mayor parte del filme se concentra alrededor de un episodio que justamente ilustra las virtudes humanas de este oficial. Ocurrió en octubre de 1940, cuando el submarino es atacado por un barco de bandera belga, el Kabalo, y en respuesta, este es hundido por el fuego de la nave italiana. Poco después, varios botes se acercan al submarino con los sobrevivientes a bordo. De inicio, Todaro les entrega provisiones y los despide, pero consciente de que no irán muy lejos, opta luego por acogerlos a bordo y llevarlos a puerto seguro en las Azores. Con esto se atiene a una ley no escrita, pero respetada por todo hombre de mar: salvar la vida de cualquier ser humano en peligro, sin importar si se trata de un enemigo. Al respecto, en algún momento Todaro comentará que las armas pueden destruirse, pero la vida de los hombres debe respetarse. (¡Por pura coincidencia, este “salvador de hombres” se llama justamente Salvatore!).
El rescate de los belgas, además, obliga al submarino a navegar en la superficie durante tres días, por lo que se verá expuesto al fuego enemigo, poniendo en peligro a su propia tripulación. A bordo escasean las provisiones, y entre italianos y belgas predomina de inicio la lógica animadversión de quienes se ubican en bandos contrarios, y que dará lugar a varios enfrentamientos entre unos y otros. En uno de estos episodios, dos marineros del Kabalo intentan inútilmente destruir la pizarra de mando del submarino. Sin embargo, en lugar del castigo sumario que se impondría en tales casos, Todaro decide abofetearlos en público por deshonrar su condición de hombres de mar, atentando contra la seguridad de sus compañeros y de quienes los rescataron y ofrecieron hospitalidad.
El comandante, por otra parte, se empeñará en abrir caminos de diálogo entre ambas tripulaciones. En primer lugar, superando las barreras idiomáticas que dificultan la comunicación entre unos y otros, para lo cual recurre al joven oficial belga Jacques Reclercq, por más señas políglota, cuyos servicios terminan convirtiéndolo en un valioso y cercano interlocutor. Es así como ambos protagonizan un divertido episodio que congrega a belgas e italianos en torno a un orgulloso cocinero napolitano a quien Reclercq, en una lección de humildad, enseña a preparar algo tan simple como un plato de papas fritas. Pasajes como este, así como la figura del militar imbuido de una ética humanista capaz de tender la mano al enemigo por encima de las barreras que erigen las guerras entre los hombres, remiten a clásicos del cine como La gran ilusión, de Jean Renoir, y actualizan la necesidad de preservar y promover valores como generosidad, misericordia y fraternidad, tan necesarios en un mundo como el nuestro, abocado a la agresión fratricida y el menosprecio de los derechos humanos más elementales, el primero de los cuales es justamente el derecho a la vida. Al respecto, no es casual que al inicio se cite una frase pronunciada por un combatiente ucraniano que salvó la vida a un soldado ruso en el conflicto que enfrenta a dichas naciones desde hace poco más de un año. Como tampoco lo es el que este admirable gesto del comandante italiano haga pensar de inmediato en los equipos de salvamento que brindan auxilio a cientos de inmigrantes africanos en su travesía por el Mediterráneo hasta las costas europeas. Es la historia que se repite, y con ella, alienta la certeza de que una humanidad más abierta al prójimo, más solidaria en el dolor ajeno, aún es posible.